“La fuerza del vampiro reside en que nadie, o casi nadie, cree en su existencia”; decía Abraham Van Helsing en Drácula (1931), de Tod Browning. Sugerente, sin duda, y no obstante, si examinamos el folklore y la mitología, sobre todo en el ámbito europeo, comprobaremos en qué medida eran erróneas aquellas palabras del viejo profesor holandés.
La figura del vampiro ha estado presente en las creencias de multitud de pueblos y culturas. Sus distintas encarnaciones abarcan desde el vrykolakas griego hasta el mulo de los gitanos. Sin embargo, hasta finales del siglo XVII y principios del XVIII, estos hechos apenas tuvieron difusión. Y es que fue precisamente entonces, en pleno romanticismo, cuando desataron enconadas polémicas sobre su veracidad.
El lector debe situarse en la Europa oriental de hace más de trescientos años para entender en que circunstancias es engendrado el vampiro literario. Veamos: en 1693, la publicación parisina Le Mercure Galant se hace eco de unos extraños fenómenos que se están produciendo en Polonia y Rusia. Unos seres allí denominados upirtz (striges en latín) atacan a los lugareños y al ganado, con el fin de alimentarse de su sangre.
Lo más sorprendente es que dichos seres son, supuestamente, cadáveres vivientes. Pese a que Occidente se hace eco de las noticias en 1693, estos sucesos han sucedido durante décadas en el levante europeo.
El público lector se muestra estupefacto ante tales hechos, y dicho sentimiento crece a medida que se multiplican los testimonios sobre las actividades de los no muertos. Unas actividades que, por cierto, irán aumentando en número y espectacularidad, sobre todo a partir de la segunda década del siglo XVIII.
Por esas fechas, el Imperio Otomano cede territorios en Europa del Este, incluida una importante porción de Serbia, debido a una derrota militar. Llegan nuevas noticias a occidente. En ese momento, eclosiona el fenómeno, que se extiende de norte a sur de Europa oriental: desde Rusia a las islas griegas, concentrándose especialmente en la zona de los Balcanes.
Famoso es el caso de Piort Plojogowitz, fechado en 1728 por Montague Summers y en 1725 por otros autores. Acaeció en Kisolova, la actual Serbia, donde Plojogowitz volvió a la vida y asesinó a diversos familiares y vecinos. Todo ello tras su fallecimiento a los 62 años.
Según la citada versión, las víctimas oscilaron entre siete y diez, y perecieron debido a una masiva pérdida de sangre. Las autoridades tomaron cartas en el asunto y se exhumaron los cuerpos de Plojogowitz y sus supuestas víctimas. Hallaron a los cadáveres en excelente estado de conservación, pese al tiempo transcurrido desde las muertes. Fue entonces cuando el verdugo procedió a atravesar sus corazones con estacas. Tal acción puso fin a la aparición de espectros chupasangres.
Sin embargo, el caso paradigmático es el Arnold Paole, acaecido en 1732 y difundido en toda Europa por la publicación francesa Le Glaneur Historique.
La tumba del no muerto
Arnold Paole era un joven campesino serbio que había regresado a su pueblo natal tras cumplir el servicio militar en una zona de Grecia fronteriza con el Imperio Turco. Al parecer, allí había sido atacado por un vampiro. El mismo Arnold declaró que esta zona estaba infestada por dichos seres. Para no convertirse tras su muerte en uno de ellos, siguió la costumbre local de comer tierra de la tumba del no muerto y restregarse el cuerpo con la sangre de éste.
Poco después de su restablecimiento, en el transcurso de la recolección de la cosecha, Arnold cayó desde lo alto de un carro y falleció días después. Sin embargo, un mes más tarde empezó a circular el rumor de que había sido visto deambulando por el pueblo, durante la noche.
Algunos de estos testigos enfermaron súbitamente y hubo cuatro fallecimientos en un plazo de cuarenta días, hecho que provocó la histeria general y la intervención de las autoridades. Una comisión formada por funcionarios civiles imperiales y locales, oficiales del ejército y cirujanos militares procedieron a exhumar los cadáveres. Hallaron el cuerpo de Arnold fresco y lozano, con su boca repleta de sangre y las uñas y cabellos en proceso de crecimiento. Decidieron clavarle una estaca en el corazón, lo cual provocó, según los testigos, terribles contorsiones y gritos por parte del cadáver. Al resto de los fallecidos les fue aplicado el mismo tratamiento.
Sin embargo, esto no puso fin al asunto. Seis años más tarde, surgió una nueva epidemia de vampirismo, con idénticos síntomas que los de las anteriores muertes. Las autoridades se encontraron entonces con quince cuerpos sospechosos, a los que les aplicaron el tratamiento habitual. Se llegó a la conclusión de que esta nueva epidemia tenía su razón de ser en el consumo de carne de animales a los que Arnold Paole había atacado.
De todas las crónicas sobre casos de vampirismo, esta es la más difundida y la más importante. Hay varias razones para ello:
En primer lugar, demuestra el interés con que se seguían estos sucesos en Europa occidental por parte de estamentos intelectuales, casas reales y el público en general. El propio Luis XV encargó al duque de Richelieu un informe detallado sobre la materia.
En segundo término, supone que el vampirismo ha dejado de ser una mera superchería para convertirse en una cuestión de orden público. No en vano, provoca la histeria colectiva donde se produce, y obliga a las autoridades competentes a poner en marcha todos los resortes de la maquinaria del Estado.
Por otro lado, el caso Paole propicia la inclusión del vocablo vampiro en los idiomas occidentales. Hasta ese momento se había denominado a la criatura según el uso local ( por ejemplo, Strigoi, Upir, Moroi, en Rumania; Viesczy en Rusia; o Blautsauger en Bosnia) o mediante los nombres de seres del imaginario grecolatino con características similares a los vampiros (lamia o estriga, por citar sólo dos).
El artículo de Le Glaneur Historique introduce el vocablo en la lengua francesa. En Inglaterra, el London Journal lo hará una semana después, incorporándolo así a la lengua de Shakespeare.
El vampiro y los ilustrados
A partir de ese momento, el fenómeno se torna imparable y da comienzo una auténtica edad de oro del vampirismo. Empiezan a escribirse tratados sobre el tema, ampliando lo referido por periódicos o recogiendo los testimonios de viajeros y diplomáticos. Hay muchos ejemplos de esta tendencia: Magia posthuma (1706), Dissertatio Physica de Cadaveribus Sanguisuguis (1732) y Dissertatio de Vampiris Serviensibus (1733), entre otros.
Sin embargo, no será hasta 1746 cuando aparezca el gran clásico sobre el tema, obra del padre Agustín Calmet: Traite sur les Apparitions des Esprits, et sur les Vampires o Tratado sobre los vampiros, como reza la última edición española aparecida hasta la fecha.
La obra consta originalmente de dos volúmenes, el segundo dedicado íntegramente a los vampiros. Involuntariamente, el libro contribuyó a consagrar la cuestión, pese a que la intención del religioso era refutarla. Esto le convirtió en blanco de numerosos ataques, y eso que Calmet insistía, a lo largo de las diversas ediciones, en poner al vampiro en tela de juicio.
Parte de los ataques provenían de sectores ilustrados, que acusaban al autor de propagar la superstición.
No hay que olvidar que este fenómeno tuvo lugar en pleno Siglo de las Luces la centuria de la Ilustración y la Enciclopedia. De ahí que los pensadores ilustrados entrasen a saco en el debate.
Conocidos eruditos, armados con la fuerza de la razón, fustigaron en sus obras a tales creencias. Voltaire, en su Diccionario Filosófico, se indignaba ante la creencia en dichos seres en pleno siglo XVIII, y consideraba que “los auténticos chupa sangres no habitan en cementerios sino en agradabilísimos palacios”.
Añadía Voltaire que “desde 1730 a 1735 sólo se oyó hablar de vampiros; se les acechó, se les arrancó el corazón, se les quemó: se parecían a los antiguos mártires; cuantos más quemaban, más aparecían”.
También Rousseau terció sobre el tema, esta vez de manera irónica: “Si hay en el mundo una historia bien documentada es la de los vampiros. No le falta nada: procesos orales, certificados de notables, de cirujanos...”.
Por razones fáciles de explicar, el sentido de tal sentencia ha sido manipulado por quienes pretenden legitimar la cuestión, amparándose tras el nombre de un ilustre racionalista.
El ideario ilustrado llegó paulatinamente hasta los lugares más remotos de Europa. Lo acompañaron progresos científicos que significaron la eventual disminución de los casos de vampirismo. Por otro lado, el público occidental empezó a mostrar interés en otras cuestiones, como los avances del progreso o las nuevas propuestas políticas de los ilustrados. Todo ello expulsó al vampiro de las páginas de las revistas y de las tertulias de salón.
El pensamiento racional, promovido por la Ilustración y la recién nacida Revolución Industrial, clavaron la estaca en el corazón de la figura del vampiro.
Por supuesto, este no fue su fin definitivo, pues hubo nuevas epidemias y casos de vampirismo. Entre otros lugares, en Serbia (1825), Hungría (1832) y Danzig (1855). Incluso los estadounidenses padecieron la plaga, en Grisswold, Connecticutt (1854) y Rhode Island (1896).
Lo dicho hasta ahora demuestra el influjo que ejerció la figura del vampiro sobre Europa entera. Obviamente, el ámbito artístico tampoco se libró de ello. Como veremos, el movimiento romántico reivindicó esta oscura presencia.
Frente al pensamiento positivista impulsado por la Ilustración, surgió una reacción, que oponía la pasión a la razón, y que defendía una mirada nostálgica a un pasado repleto de héroes y maravillas.
Unas líneas de La familia del Vurdalak –relato que comentaré en las próximas páginas– ilustran a la perfección este sentimiento: “Se ha cambiado mucho desde aquella época, y hace poco aún, la Revolución, al abolir las creencias paganas junto con la religión cristiana, puso en lugar de ambas una nueva deidad, la Razón. El culto de esta deidad nunca me fue grato”.