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Es posible que haya vampiros en el siglo XVIII, después del reinado de Locke, de Saftersbury, de Trenchard y de Collins?

Voltaire, Diccionario filosófico [1764]
Sempere, Valencia 1901 tomo 6


Vampiros
¿Es posible que haya vampiros en el siglo XVIII, después del reinado de Locke, de Saftersbury, de Trenchard y de Collins? ¿Y en el reinado de d'Alembert, de Diderot, de Saint Lambert y de Duclós se cree en la existencia de los vampiros, y el reverendo benedictino dom Agustín Calmet imprimió y reimprimió la historia de los vampiros con la aprobación de la Sorbona?
Los vampiros eran muertos que salían por la noche del cementerio para chupar la sangre a los vivos, ya en la garganta, ya en el vientre, y que después de chuparla se volvían al cementerio y se encerraban en sus fosas. Los vivos a quienes los vampiros chupaban la sangre, se quedaban pálidos y se iban consumiendo; y los muertos que la habían chupado engordaban, les salían los colores y estaban completamente apetitosos. En Polonia, en Hungría, en Silesia, en Moravia, en Austria y en Lorena, eran los países donde los muertos practicaban esa operación. Nadie oía hablar de vampiros en Londres ni en París. Confieso que en esas dos ciudades hubo agiotistas, mercaderes, gentes de negocios que chuparon a la luz del día la sangre del pueblo; pero no estaban muertos, sino corrompidos. Esos verdaderos chupones no vivían en los cementerios, sino en magníficos palacios.

¿Quién es capaz de creer que la moda de los vampiros la adquirimos de Grecia? No de la Grecia de Alejandro, de [181] Aristóteles, de Platón, de Epicuro y de Démostenes, sino de la Grecia cristiana y por desventura cismática.

Hace mucho tiempo que los cristianos del rito griego creían que los cuerpos de los cristianos del rito latino, que se enterraban en Grecia, no se pudrían, porque estaban excomulgados. Creían precisamente lo contrario que nosotros los cristianos del rito latino, que creemos que los cuerpos que no se corrompen son los que tienen impreso el sello de la bienaventuranza eterna, y en cuanto se pagan a Roma cien mil escudos por la canonización de cada santo, tributamos a éste la adoración de dulía.

Los griegos están convencidos de que sus muertos son hechiceros, y les dan el nombre de broucolacas. Los muertos griegos van a las casas a chupar la sangre de los niños, a comerse la cena de los padres y de las madres, a beberse el vino y a romper todos los muebles. Sólo puede hacérseles entrar en razón quemándolos cuando los atrapan; pero se necesita tener la precaución de no ponerlos en el fuego hasta después de haberles arrancado el corazón, que debe quemarse aparte.

El célebre Tournefort, emisario que mandó a Levante Luis XIV, lo mismo que otros aficionados, fue testigo de algunas jugarretas atribuidas a uno de los broucolacas y de la citada ceremonia.

Después de la maledicencia nada se comunica tan rápidamente como la superstición, el fanatismo, el sortilegio y los cuentos de aparecidos. Pronto hubo broucolacas en Valaquia, en Moldavia y en Polonia, aunque esta nación pertenece al rito romano y no le faltaba más que esta superstición, que se transmitió a toda la parte oriental de Alemania. Continuamente estuvieron ocupándose de los vampiros desde 1730 hasta 1735; los espiaron, les arrancaron el corazón y los quemaron; pero semejantes a los antiguos mártires, cuantos más quemaban más aparecían.

Calmet fue su historiógrafo, y se ocupó de los vampiros, como antes se había ocupado del Antiguo y del Nuevo Testamento, refiriendo fielmente todo lo que sobre esta materia habían dicho antes que él.

Debe ser una cosa curiosísima examinar los procesos verbales jurídicamente entablados a los muertos que salieron de sus fosas para chupar la sangre a los niños y a las niñas de la vecindad. Calmet refiere que en Hungría dos empleados que para este objeto nombró el emperador Carlos VI, con el bailío y el verdugo, fueron a formar causa a un vampiro, muerto seis semanas antes, que chupaba la sangre de los niños de la vecindad, y le encontraron cerrado en el ataúd, fresco, robusto, con los ojos abiertos y pidiendo de comer. El bailío dictó la sentencia; el verdugo arrancó el corazón al vampiro, y después de esta [182] operación ya no chupó la sangre a nadie. Después de este caso nadie debe atreverse a dudar de los muertos resucitados que llenan las antiguas leyendas, ni de ninguno de los milagros que refieren Bollandus y el sincero y reverendo Ruinard.

Encontramos historias de vampiros hasta en las Cartas judías de Argens, a quien los jesuitas acusaron de incrédulo y que luego saborearon su triunfo, cuando el citado autor refirió la historia del vampiro de Hungría, y dieron gracias a Dios y a la Virgen por la conversión de Argena. He aquí lo que dijeron del referido autor: «El famoso incrédulo que dudó de la aparición del ángel a la Virgen, de la estrella que vieron los Reyes Magos, de que se curaran los poseídos, de que se ahogaran dos mil cerdos en un lago, del eclipse que hubo de sol en luna llena, de los muertos que se paseaban por Jerusalén; tocado por la divina gracia, se iluminó su espíritu, y cree en la existencia de los vampiros».

La gran cuestión que hubo entonces fue averiguar si aquellos muertos resucitaron por su propia virtud, por el poder de Dios o por el poder del diablo. Los grandes teólogos de Lorena, de Moravia y de Hungría hicieron públicas sus opiniones y su ciencia. Recordaron todo cuanto antes San Agustín, San Ambrosio y otros santos dijeron más ininteligible respecto a los vivos y a los muertos. Trajeron a colación todos los milagros de San Esteban que están incluidos en el séptimo libro de las obras de San Agustín, y he aquí uno de los más curiosos. Quedó aplastado un joven en África en la ciudad de Aubzal bajo las ruinas de una muralla, y la viuda fue inmediatamente a invocar a San Esteban, de quien ella era devota, y San Esteban resucitó al aplastado, al que le preguntaron qué es lo que había visto en el otro mundo: «Señores, contestó a los que le preguntaban: cuando mi alma salió de mi cuerpo, encontró infinidad de almas que le hicieron la misma pregunta respecto al mundo. Yo iba no sé a donde cuando encontré a San Esteban, que me dijo: «Devolved lo que habéis recibido». Yo le repliqué: «¿Qué queréis que os devuelva si nunca me disteis nada?» Me repitió tres veces: «Devolved lo que habéis recibido». Entonces comprendí que quería hablar del Credo. Recé el Credo, y en seguida me resucitó.

Citaron además los referidos teólogos las historias que refiere Sulpicio Severo en la vida de San Martín, y probaron que entre los muertos que resucitó San Martín devolvió la vida a un condenado; pero todas esas historias, aunque sean verdaderas, no tenían nada que ver con los vampiros que chupaban la sangre de los niños y luego volvían a meterse en sus ataúdes. Buscaron también en el Antiguo Testamento y en la mitología algún vampiro que pudieran presentar como caso antiguo; no [183] encontraron ninguno, pero probaron, sin embargo, que los muertos comían y bebían, fundándose en que algunos pueblos antiguos les metían alimentos en las fosas.

Cuestionaron también si comía el alma o el cuerpo del muerto, y quedó decidido que comían la una y el otro. Los platos más delicados y de poca substancia, como los merengues y la crema, se los comía el alma, y el rost-bif y el bifs-teak se los comía el cuerpo.

Decían que los reyes de Prusia fueron los primeros que después de muertos se hacían servir alimentos, y que los imitaban casi todos los reyes de entonces, pero fueron los frailes los que se les comían la comida y la cena y los que se les bebían el vino; de modo que, hablando con propiedad, los reyes no eran vampiros; los verdaderos vampiros son los frailes, que comen a expensas de los reyes y de los pueblos.

Verdad es que San Estanislao, que había comprado gran extensión de terreno a un gentilhombre polaco y no se lo había pagado, perseguido por los herederos ante el rey Boleslao, resucitó a dicho gentilhombre; pero fue únicamente para pagarle la deuda, y no se dice que diera ni un solo vaso de vino al vendedor, que se volvió al otro mundo sin comer ni beber.

Se agita con frecuencia la grave cuestión de si puede absolverse al vampiro que murió excomulgado; no soy teólogo bastante profundo para decidirlo; pero por mi parte yo lo absolvería porque cuando hay que escoger entre dos partidos dudosos, debe elegirse el más benigno.

El resultado de todo es que una gran parte de Europa estuvo infestada de vampiros durante cinco o seis años, y que hoy ya no existen; que hubo convulsionarios en Francia durante más de veinte años, y que hoy ya no los hay; que resucitaron muertos durante algunos siglos, y que hoy ya no los resucitan; que tuvimos jesuitas en España, en Portugal, en Francia y en las Dos Sicilias, y que hoy ya no los tenemos.