Una niña cautiva
Dos creaciones literarias, cuyas autoras son Valentine Penrose y Alejandra Pizarnik, acompañan nuestras reflexiones sobre las vicisitudes de la formación del psiquismo de una mujer y los avatares de sus padecimientos. En 1962 la escritora francesa Valentine Penrose publicó La Condesa Sangrienta, una especie de biografía novelada. Algunos años después, basándose en el libro de Penrose, Alejandra Pizarnik escribiría, con el mismo título, un texto al que no sabemos si considerar ensayo, novela o biografía.
Belleza, juventud: estos ideales, asociados a la condición femenina fueron baluarte en la vida de Erzsébet Báthory, la así llamada Condesa Sangrienta. Había nacido en Hungría en el año 1560, transformándose más tarde en figura mítica. Dice Penrose en los primeros párrafos de su Introducción: He aquí la historia de la condesa que se bañaba en la sangre de las muchachas. Una historia auténtica e inédita.. Seiscientas cincuenta fueron las jóvenes que Erzsébet asesinó para utilizar su sangre.
La Condesa Báthory era hija del tercer matrimonio de su madre, Anna. Ella y Gyorgy, el padre, eran primos hermanos. La vida de Erzsébet transcurrió, a partir de sus 10 años, en el Castillo de Csejthe, en Transilvania. Esa singular región rodeada por los Cárpatos que, por su fértil riqueza, fue siempre zona de conflicto entre Hungría y Rumania. En aquellos años, era húngara.
Transilvania nos trae a la memoria otra figura mítica, Drácula, aquel siniestro personaje que creara Bram Stocker basándose en un caso real de vampirismo. Transilvania es, entonces, desde hace siglos, una zona colonizada por vampiros. Parece haber una razón muy clara, y es la ya mencionada fertilidad de su suelo. Asimismo, dice Stocker en su libro: "He leído que en la herradura de los Cárpatos se reúnen todas las supersticiones del mundo, como si fuese el centro de un remolino de la imaginación", mientras Valentine Penrose nos cuenta que el castillo de Csejthe lleva 200 años en ruinas, allá, en su espolón de los pequeños Cárpatos, en las lindes de Eslovaquia. Allí siguen los vampiros y los fantasmas y, también, en un rincón de los sótanos, el puchero de barro que contenía la sangre lista para verterla por los hombros de la Condesa
"Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver".... Los versos de Darío expresan precisamente aquello que Erzsébet no toleraba: el paso de los años y su ineludible acompañante, la vejez. Ella era hermosa y no renunciaba a serlo. La sangre de las muchachas sacrificadas le serviría para mantener eterna su belleza. Drácula, paradigma de varón, repudiaba la vejez en tanto se asocia a la muerte y a la pérdida de una posición omnipotente: el poder sobre la riqueza. Erzsébet, paradigma de mujer, se negaba a envejecer ya que eso significaba, según los ideales que ella había internalizado, dejar de ser hermosa perdiendo, así, la única forma de poder a la que tuvo acceso. Al igual que la reina madrastra de Blancanieves, necesitaba una permanente confirmación de su belleza como forma de mantener la autoestima.
Hasta la muerte de Ferencz Nádasdy, su marido, las únicas crueldades que se le conocían a la Condesa eran pinchar con alfileres a las mujeres que la servían o hacerse traer robustas campesinas muy jóvenes para morderles los hombros y masticar las carnes arrancadas. Por otra parte, parece que Erzsébet sabía ser insinuante y cariñosa con su marido, aunque también tuviera algunos circunstanciales amantes. "Lo cierto es - dice Pizarnik -que en vida de su esposo no llegó al crimen".
Para justificar sus actos de crueldad, la Condesa tenía como excusa el castigo de alguna falta cometida, por más pequeña que ésta fuese. Pero junto a Darvulia, una de las mujeres que la secundó desde la muerte de Ferencz, la sangre vertida lo era sólo en virtud de la sangre, y la muerte dada sólo era en virtud de la muerte.
Las jóvenes que iban a ser sacrificadas debían ser muy bellas y tener menos de 18 años. Darvulia decía que la condición de juventud era imprescindible porque si habían conocido el amor el buen espíritu de su sangre estaba perdido. Ante tanta desaparición de costureras, sirvientas y campesinas, empezó a correrse el rumor de que Erzsébet, para conservar su hermosura, tomaba baños de sangre. Pero el poder de su nobleza ponía freno a las averiguaciones y denuncias. Hacia 1610, como el rey tenía ya demasiados informes y pruebas de lo que sucedía en Csejthe, no podía seguir fingiendo que ignoraba los hechos. En consecuencia, encargó al poderoso palatino Thurzó - al que, en alguna ocasión, la Condesa había seducido y en otra había intentado envenenar - que se encargara de la situación. Sin anunciarse y con hombres armados, Thurzó llegó al castillo, penetró en el subsuelo y se encontró con un siniestro espectáculo: un bello cadáver mutilado y dos niñas en agonía. La Condesa no negó las acusaciones pero sí declaró que todo ello era su derecho de mujer noble y de alto rango.
El rumor que más indignación suscitó fue que la Alimaña de Csejthe, como la llamaban, no conforme con bañarse en sangre plebeya, también había usado la de las hijas de los gentiles hombres húngaros. Pero como esto no tuvo confirmación, no pudieron ejecutarla. En 1611 el palatino condenó entonces a Erzsébet Báthory a quedar emparedada a perpetuidad, en su propio castillo de Csejthe. Tapiaron las ventanas de su cuarto, dejando una ranura por la que entraba el aire y por la que se veía un retazo de cielo. También levantaron un grueso muro delante de la ventana de su habitación. En él quedó una pequeña ventanilla por donde le pasaban un poco de comida y agua. Sin más
que un destello de luz, sola, sin arrepentirse y aullando a veces por las noches, como loba que era, murió el 21 de agosto de 1614.
Rara, intrépida, taciturna
Cuando era niña vivía libremente en el castillo de sus padres y los días transcurrían entre fiestas y banquetes. Pero a los 10 años, al morir el padre, fue destinada a ser la esposa de Ferencz Nádasdy ya que a su madre le quedaban otras dos hijas por casar. Esto ocasionó que, muy poco tiempo después, Erzsébet fuera obligada a vivir al lado de su suegra, quien preparó con mucha antelación la boda del hijo. Rara, intrépida y taciturna, así fue criada por su suegra. Separada de su familia, fue llevada a Csejthe, el castillo de los Nádasdy. En prematuro y abrupto final, la Condesa fue expulsada de la niñez. No olvidemos que en el siglo XVI Hungría estaba en pleno feudalismo y que existía una particular concepción de la infancia.
En la nobleza era costumbre que, una vez acordado el matrimonio, la novia - frecuentemente una niña - abandonara su hogar para vivir en la casa de su futura familia política. La joven prometida debía acostumbrarse a su nuevo entorno, encargándose la suegra de educarla. En el caso de Erzsébet, no sabemos si el proceso de colonización de
su mente empezó antes o después de la migración al castillo de los Nádasdy. Sí tenemos la certeza de que ella odiaba a su futura suegra porque la hacía trabajar, decidía acerca de sus vestidos y la vigilaba en todos sus actos, incluso en los pensamientos más secretos. No le estaba permitida ninguna fantasía: se aburrió, enfatiza Penrose. Por otra parte, la señora Nádasdy pertenecía a esa clase de personas que se caracterizan por su puritanismo y austeridad. Cómo no aburrirse con una crianza rigurosa y austera. Cómo fantasear cuando se sienten controladas y prohibidas las fantasías. Intentando reconquistar la libertad, Erzsébet le escribió a su madre quien, colaborando con aquel proceso de colonización, le aconsejó tolerar el aburrimiento asegurándole que, luego del
casamiento, todo cambiaría. Orsolya Nádasdy continuó intentando educar a Erzsébet según sus deseos y le enseñó también a leer y a escribir. A los 11 años de la niña y a los 17 de Ferencz, los novios fueron comprometidos oficialmente. Valentine Penrose nos asegura que cuando Erzsébet Báthory vino a este mundo no era un ser humano acabado. La habían arrancado del tiempo. Estaba aún emparentada con el tronco de un árbol, la piedra o el lobo (...) Entre Erzsébet y los objetos había algo así como un espacio vacío, como el almohadillado de la celda de un manicomio. Sus ojos lo proclaman en el retrato: intentaba asir y no podía lograr contacto. ¿Por qué ese carácter taciturno, esas rarezas, ese mirar sin ver? Con su aburrimiento ¿no estaría acaso dando alguna señal de alarma que fue desestimada? Asimismo, nos cuestionamos acerca de su herencia, aunque esta reflexión parezca propia de la psiquiatría clásica. Penrose nos cuenta que los Báthory eran todos crueles, todos locos.
La Condesa fue víctima de un sistema feudal que miraba a las niñas de la nobleza como se mira a un potrillo. Fue tratada como un objeto de transacción entre sus padres y los de su futuro novio. Profanando su libertad, nadie le preguntó acerca de sus deseos. En consecuencia, la crueldad de Erzsébet fue no solo su rebelión y su venganza sino también un particular modo de adaptarse a las circunstancias.
Ella parecía no sufrir. Había logrado defenderse del sufrimiento propio y ajeno. Esto le permitió, ya adulta, no sólo contemplar como, obedeciendo a sus órdenes, las jóvenes víctimas eran asesinadas, sino también cómo eran objeto de las torturas más crueles. Y de niña, al mismo tiempo que desaprendía sus deberes de ama de casa, iba perfeccionando las virtudes de una amazona. Pero no todas las enseñanzas de su suegra caían en saco roto. Erzsébet aprendió de ella a apoderarse del otro, a tratar a las personas como si fueran objetos insensibles. Erzsébet no era ella misma. Era un mosaico, un Frankestein armado con trozos de diferentes personas. De allí, esa mezcla de belleza y monstruosidad. Mientras Drácula y Frankestein no querían dormir sus muertes, la Condesa quería despertarse de ese no estar viva. En la sangre de las demás reencontraría precisamente aquello que le había sido arrebatado, la vida.