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El ajo y los vampiros

Todos hemos presenciado esta secuencia cinematográfica: un áspero vampiro huyendo como perro azotado ante una modesta ristra de ajo, esgrimida orgullosamente por el héroe de turno. El ajo y los vampiros tienen su historia. Lo inalterable en el mito siempre tiene una función, aunque ésta nos resulte ajena, incluso ridícula. Historia del ajo y el vampirismo: Las primeras menciones sobre el ajo como protección contra los vampiros provienen de la edad media, más precisamente de Alemania. En gran medida, su éxito como repelente se debe a los pobres. Vemos porqué. La creencia en vampiros tuvo un fuerte arraigo en ambas orillas del Rin. En aquella zona se pensaba que los vampiros poseían una vista deficiente y qué, al menos durante sus primeras noches como No-Muertos, buscaban cebarse con la sangre de familiares cercanos guiándose por el olfato. En la presunción -verificable, por cierto- de que todos tenemos un hedor particular, los atemorizados parientes se untaban generosamente el cuello, los brazos y el tórax con una pasta hecha de ajos machacados, con la intención de ocultar el rastro odorífero propio de la familia. Algunos folkloristas sospechan que la utilización de ajo contra los vampiros se originó por una mala interpretación del trabajo de enterrador, oficio duro en materia de aromas. En la edad media podían pasar varios días hasta que un cadáver era enterrado, incluso semanas. Los enterradores, comprensiblemente, utilizaban una ristra de ajo alrededor del cuello para 


protegerse de los efluvios fétidos de los cuerpos, operación que pudo confundir su naturaleza práctica con otra de orden sobrenatural. Si avanzamos en el tiempo, la costumbre de untarse con pasta de ajo quedó obsoleta. Los vampiros ya no atacaban únicamente a sus deudos más cercanos, sino a cualquiera. Razón por la cual se propagó la creencia de que colgar ajo en las ventanas, puertas y chimeneas los ahuyentaba. Los Países Bajos llevaron esta superstición a extremos insospechados, colgando ajo incluso en las puertas de las iglesias. Nos mudamos hacia el este: Rumania, cuna del vampirismo ortodoxo. Allí el ajo alcanzó un consumo insólito. Los primeros tratados sobre vampiros trazan un paralelo entre el vampirismo y los insectos. El obispo L'Oubriere declara que los vampiros son los mosquitos del infierno; una muestra gratis de los horrores que Satán tiene reservados para los pecadores. La sabiduría popular, siempre atenta a los embates del clero, comenzó a utilizar el ajo como repelente de vampiros precisamente porque produce el mismo efecto en algunos insectos, especialmente en los mosquitos. El excéntrico clérigo y erudito inglés Montague Summers detalla escandalosamente la costumbre húngara de colocar dientes de ajo en todos los orificios del cadáver, bajo la creencia de que esto impedirá que se levante como vampiro,
detalle inquietante para un sacerdote católico, quien cree en la resurrección de los cuerpos al final de los tiempos, y la presumible incomodidad que supone despertarse en pleno apocalípsis con un diente de ajo en el culo. Vale aclarar que esta aterradora operación proviene de una región que no cree en los vampiros en cuanto entidades revinientes, sino como espíritus que poseen y animan ciertos cadáveres con propósitos nefastos. El ocultista francés Robert Ambelain propone otra explicación para el uso de ajo como remedio contra los vampiros. Según él, los pastores de los Cárpatos solían quemar una mezcla de arsénico y otras sustancias letales con las que ahumaban al ganado en la creencia de que ese aroma era intolerable para los vampiros. Ambelain reprodujo en su laboratorio aquella receta -jamás aclara cómo la obtuvo- y el resultado fue un olor idéntico al del ajo. ¿Por qué los vampiros
odian el ajo? El cine se encargó de machacar hasta el cansancio sobre este asunto, pero la literatura fue mucho menos proclive a inclinarse hacia el ajo como remedio anti-vampiros. La primera mención literaria del uso del ajo contra los vampiros proviene de la interminable novela de 1847: Varney, el Vampiro; o el festín de sangre (Varney the Vampire, or the feast of blood), de Thomas Peckett Presst. Algunos años después la cosa se fue refinando, ya no se usaban los dientes de ajo sino las flores del ajo como espanta vampiros. El primero en hacerse eco de esta moda fue Drácula (Dracula, 1897), de Bram Stoker; en dónde un enajenado Van Helsing se aprovisiona de flores de ajo para la habitación de Lucy Westenra, con resultados negativos para el buen profesor.
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