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Los primeros vampiros literarios

En opinión de los expertos, es La nueva Eloisa, novela de J. J. Rousseau publicada en 1761, la obra seminal del movimiento romántico. Sin embargo, anteriormente, en 1748 el vampiro ya había hecho su debut literario en el poema Der Vampir, obra del poeta alemán Heinrich August Ossenfelder.
Las primeras andanzas del vampiro en el mundo de la poesía, a lo largo del siglo XVIII, se deben a autores germanos. A Ossenfelder le siguieron Thomas Burgüer con su obra Lenore (1773) y Goethe con La novia de Corinto (1797), sin duda la más popular en este ámbito.
Más que el vampiro que conocemos, el protagonista de estos versos es una figura que debe calificarse como proto-vampírica. Apenas está perfilada, y se acerca más a la lamia de la antigüedad clásica que al no muerto centroeuropeo.
Estos seres, féminas en su mayoría, vuelven de la tumba para satisfacer sus necesidades amatorias… y alimenticias. Sus víctimas/amantes se entregan sin resistencia, y quedan así perfilados el eros y el thanatos, los dos elementos inseparables de la figura del vampiro.
Este protovampiro asume un físico de extremada belleza y una ígnea y funesta pasión, de la que eran tan devotos los románticos. De aquí, como más de un lector habrá imaginado, surge el estereotipo de la femme fatal.
El argumento de La novia de Corinto es bien claro al respecto: un joven recibe la visita del espectro de su prometida. Ella pretende consumar el matrimonio que la muerte ha impedido, y también quiere alimentarse de la sangre de su amado.
Goethe, en la más pura tradición romántica, escribió esta balada basándose en ciertas leyendas locales referentes al tema y en ciertas obras de la antigüedad clásica. El autor dota al vampiro de una suprema rebeldía frente al Todopoderoso. No en vano, obvia la muerte para regresar junto a su amor y así gozar de los placeres que son exclusivos de los mortales
Con posterioridad, los poetas británicos de principios del siglo XIX, que también adjudicaban una fuerte carga sobrenatural a sus creaciones, recogieron el testigo de sus antecesores alemanes.
De hecho, Leonore gozó de gran popularidad en Inglaterra cuando el texto fue traducido en 1796. Influyó en Coleridge a la hora de escribir Christabel y, supuestamente, indujo a Percy B. Shelley a dedicarse a la poesía.
Existe imaginería vampírica en obras como La rima del anciano marinero, de Coleridge, o Lamia, de Keats, título elocuente, basado en una leyenda recogida en La vida de Apolonio de Tiana de Filostrato.
También está presente esa imaginería en Thalaba el destructor, de Robert Southey, quien realizó una investigación sobre el vampirismo para documentarse. Fíjense que llega a citar casos como el de Arnold Paole en el prólogo.
Corresponde a la misma categoría El Giaour, de Lord Byron, autor al que me referiré más adelante.
El rasgo más característico que aportan los románticos al vampiro literario es el de otorgarle la categoría de personaje cainita o satánico. Ahí queda de manifiesto el punto de vista de Satanás en El paraíso perdido, de Milton. Es un personaje maldito y patético, castigado por incumplir o infligir alguna ley suprema, convertido en una espantosa criatura que, como dice Montague Summers, viene a ser un “paria entre los demonios”
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